Mal haría el Barça en creer la mitad de lo que se dirá o escribirá estos días sobre su rival del sábado, un tal Real Madrid. Los de blanco, que según las crónicas fueron un equipo inofensivo, blando y sin identidad, son especialistas en hacernos creer que ya están muertos y a la que te giras un segundo, para descorchar el champán, han ganado otra Copa de Europa. Que se lo pregunten a Jupp Heynckes, ese señor que acostumbra a triunfar después de haber firmado el finiquito; o al Atlético de Madrid, sin ir más lejos, que ya estaba echando a suertes los turnos de intervención en un karaoke de Lisboa cuando empató Sergio Ramos y terminó preguntando por María, la Portuguesa.
El Madrid que hoy apellidan inofensivo obligó a Claudio Bravo a realizar no menos de cuatro paradas antológicas, lo que no es moco de pavo. Además de eso, Marcelo estampó un balón contra el lateral de la red con Benzema agazapado en el punto de penalti, más solo que en una celda francesa sin wi-fi, y el propio Karim se bloqueó en medio de una duda razonable en el área pequeña, antes del segundo gol del Barça, incapaz de decidir con qué pierna chutar un balón franco que se le postró indefenso a los pies tras un mal despeje de Mathieu.
El Madrid blando pateó todo lo que se movió sobre el campo pese a las críticas recibidas a posteriori desde el frente analista de los machos, a ritmo de guitarrones y trompetas. En un exceso de celo, Danilo llegó a golpear con saña la tibia de un Modric que, asustado, estuvo a punto de solicitar el cambio y regresar a Barcelona con sus nuevos compañeros. Los huesos de Alves, Alba, Busquets, Suárez, Rakitic y Neymar se llevaron sendos saludos y buenos deseos a casa, la mayoría con el sello personal de un Sergio Ramos que salió peinado para afrontar una reyerta de bandas y no quiso quedarse con la sensación de que había tirado el dinero. Cristiano Ronaldo se decantó por los codos, en cambio, y hasta Isco se llevó la ovación de la noche por descerrajar una patada prosaica a Neymar, algo que ya había intentado Carvajal minutos antes sin lograr el beneplácito del colegiado ni la unanimidad de la grada.
El Madrid sin identidad tuvo arranques de orgullo, tal y como se estipula en su ADN con letras mayúsculas y también algunas minúsculas, casi de anuncio de telefonía. No muchos, es cierto, pero los tuvo. Para empezar, quiso jugarle al Barça de tú a tú, lo que es todo un atrevimiento, y quizás por eso se olvidó de que al equipo de Luis Enrique hay que tratarlo siempre de usted, en especial cuando Iniesta se levanta y golpea la taza con la cucharilla del café reclamando la pelota y la palabra. También impidió que tanto Messi como Piqué lograsen el gol, lo que no me pareció un mal botín desde la distancia, tal y como se les presentó la marea: algo es algo, que no es lo mismo que nada.
Y es que por mucho que nos cueste reconocer sus virtudes, más vale no lanzar todas las campanas al vuelo, si acaso solo las justas, pues el Madrid siempre ha sido como Keanu Reeves en Matrix, capaz de levantarse del suelo incluso después de descargarle un saco entero de balas en el pecho a un metro de distancia y certificar su muerte palpando la yugular con dos dedos. Basta con que una morena cualquiera -aquí la llamaremos mocita – le diga al oído que ella sigue creyendo, que se ponga en pie y camine. Además, la última vez que vi a un equipo creyéndose campeón en Noviembre terminó embestido por un tren con tres vagones en primavera: Liga, Copa y Champions. Se llamaba Real Madrid, precisamente, y uno nunca será un buen barcelonista si a todo lo que aspira en esta vida es a parecerse al máximo rival… O sí, quién sabe. Por si acaso, mejor seguir tratándolo como a Neo y no como al indefenso y vulgar Señor Anderson, por más que nuestro equipo nos parezca una auténtica máquina.