Camas

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En mi familia nunca estuvo bien vista mi marcada tendencia por la horizontalidad, no sé por qué. Siempre me han gustado las camas más que ninguna otra cosa en el mundo, lo confieso, incluso las ajenas, y si ustedes me preguntan ahora mismo por el recuerdo más feliz de toda mi vida, es muy probable que no encuentre otro más dichoso que el de un invierno frío, el del año 82, en que una neumonía perra me mandó de urgencias al Hospital Provincial y casi me borra del mapa para siempre, sin apenas avisar. El caso es que no me morí; (no me pareció ético destrozar a una familia de un modo tan cruel, ni siquiera a la mía); y de regalo me tuve que pasar un mes entero en el hospital sin poder abandonar aquella bendita piltra que, con el tiempo, terminó oliendo a Clamoxil y también a regaliz, que mi padre pasaba de contrabando a la habitación, esquivando a la DEA, e incluso a pescado fresco, sobre todo el día que venía la abuela Elvira, por lo general después de escamar diez o doce kilos de rapantes y de jureles, para las comidas de los obreros. También recuerdo a la monja que, dicen, se acercó a mi habitación, una mañana, con la firme y sana intención de llevarme a dar un pequeño paseo por los pasillos del hospital, para que estirase un poco los músculos y despejara la cabeza, tras dos semanas sin salir de aquel pequeño catre blanco.

-«¿Al pasillo? A ver qué, Hermana. ¿Desgracias? ¡No, no, no, no, no!»

En realidad, no recuerdo semejante respuesta ni por asomo, ¡lógico!, pero así debió ser pues, cada Nochebuena, sin excepción, se cuenta la misma escena durante la cena; cada vez con más profusión y lujo de detalles, la mayoría inventados, no hay más que fijarse en las variaciones que sufre año a año; y como si se tratara de mi única hazaña merecedora de permanecer en el imaginario colectivo familiar, lo cual no dice gran cosa sobre mi; cierto. Personalmente, y no lo digo como una justificación, prefiero recordar aquella otra leyenda, vetada hasta ahora mismo en cualquier evento familiar o de índole pública, en la que los abuelos, al regresar de un entierro, nos encontraron en la cama a mi tía Patricia y a mi, desnudos, abrazados y soplándonos en la lengua. Jugábamos, por iniciativa de ella, claro, a lo que suponíamos solían jugar los mayores por las noches, en sus aposentos, aunque yo hubiese preferido seguir viendo a los electroduendes, la verdad; nunca entendí el objetivo del juego ni mucho menos el revuelo posterior, lo confieso. Mi madre, la pobre, todavía sigue prendiendo alguna vela espiratoria, de vez en cuando, como si temiera precipitarse a descartar, al cien por cien, el riesgo de que Patricia todavía aparezca embarazada de su hijo cualquier día de estos, treinta y pico años después de aquello; ¡sería maravilloso!

Con el tiempo, eso sí, he comprendido una parte de aquella tremenda indignación familiar gracias a un pequeño libro de Groucho Marx, titulado ‘Camas’. Explicaba el Camba neoyorquino que uno puede relatar sus trampas habituales en el juego o mentir, sin el menor pudor, sobre ducharse en agua fría todas las mañanas; nadie se lo tendrá en cuenta. «Pero como entre en una habitación y diga: ‘Amigos, quiero contaros lo que me pasó en la cama anoche’, los maridos se ponen a sacarle brillo al revólver, las esposas buscan el espejo y el lápiz de labios, y en pocos minutos reina el caos.»

El amor de Groucho por la horizontalidad y el pase corto está fuera de toda sospecha y sin duda nos encontramos ante uno de los grandes amantes de la santa yacija, benditos sean ambos. Nos habla, por ejemplo, en esa pequeña joya literaria suya, de un hombre que amaba a su cama de un modo demencial, difícilmente superable, y así se lo confesó al propio Groucho, antes de que lo colgaran por asesinato. Era un hombre locamente enamorado de su vieja cama, incapaz siquiera de permitir a ninguna otra persona, animal o cosa recostarse sobre ella ni un solo instante. Una noche, al llegar a casa, se encontró con un extraño metido en su cama y lo mató de un disparo. Su explicación posterior, no dejó ninguna duda sobre el carácter completamente pasional del crimen, al menos a mi juicio: «Que mi mujer estuviera en la cama no me importó porque, después de todo, es de la familia. Pero aquel individuo no era amigo mío».

En cuanto al Barça… ¡Qué quieren que les diga! Tengo tan pocas ganas de insistir en lo que ya advierten hasta los ciegos que les dejaré, por hoy, y sin más, con una cita de Onetti a modo de pequeña adivinanza relacionada con el club, a ver qué les parece. Dice así:

«Petrus es un farsante cuando le ofrece la Gerencia General y usted otro cuando acepta. Es un juego, y usted y él saben que el otro está jugando. Pero se callan y disimulan». 

El Astillero, Juan Carlos Onetti

Descansa, dulce príncipe.

original

 

Crece la indignación entre la comunidad blaugrana a medida que se retrasa el debut de Vermaelen y se intenta olvidar el de Douglas, este último por prescripción médica y en burdo intento para que no se le compute como estreno oficial y probar de nuevo, ya con pleno dominio del reglamento, que no es poco. Como máximo responsable del doble desaguisado se apunta con el dedo acusador a Zubizarreta quien, lo primero de todo, se comprueba la petrina y el dobladillo del pantalón, extrañado por tanta expectación sobre su figura, hasta que cae en la cuenta de que le están reclamando explicaciones por sus fichajes, y es entonces cuando levanta las manos y estira el gesto como diciendo «a mi que me registren«.

Sobre los silencios del vasco se podrían escribir ensayos pero hemos venido a jugar y yo no me querría ir del concurso sin decir un par de cosas, espero que concretas. La primera de ellas es que Zubizarreta no me parece culpable de los cargos que se le imputan, en absoluto. El mero intento de hacerlo pasar por el máximo responsable de cualquier decisión tomada en el club me parece grotesco y quizás haya que recordar, una vez más, que en su día tuvo más peso la opinión del presidente de Paraguay que la suya propia, para elegir entrenador, y que todos los fichajes de cierto renombre se los han arrogado los presidentes, el entrenador, y las porteras de turno.

La segunda es que Roma no paga traidores, o no los pagaba. O quizás era que no debía pagarlos, ya no me acuerdo, pero sí recuerdo que la historia de este reo fornido a quién se pretende fusilar al alba, apenas por fichar a un belga un tanto cojo y a un brasileño under que parece neozelandés incluso en Instagram, se remonta hasta los días negros en que Guardiola decidió marcharse y la maquinaria habitual se puso en marcha para hacernos creer que, aquellos que habían ejercido de manos y pies en el pasado, bien podían ser las nuevas cabezas: «¡Siempre lo fueron!», gritaban los más convencidos. Desde entonces, no ha hecho otra cosa esta directiva que demoler pilares viejos y levantar nuevos muros entre sus propias decisiones y sus verdaderas responsabilidades, siempre dispuestos al sacrificio de un peón cualquiera, en el momento oportuno, para poder seguir implantando su modelo tradicional y fagocitador de marcado carácter económico-empresarial y, sobre todo, vitalicio.

Solicitar la dimisión de Zubizarreta me parece una estupidez soberana y un brindis al sol. Sobre mis propuestas, más allá de criticarlo todo, que es lo más fácil, lo sé, les confieso que solo contemplo dos más o menos factibles: la escisión o el suicidio colectivo. Con un segundo de abordo que le triplica el sueldo y el carisma, pero de quien nadie se acuerda cuando vienen mal dadas, al bueno de Zubizarreta bastaría con enviarlo a disfrutar de las merecidas y atrasadas vacaciones que él mismo reclamó hace unas semanas. Sería lo más ético antes de que un tipo con gafas y una extraña obsesión por el barro, acuciado por algún tipo de encuesta desfavorable o simple aire de cara, decida arrojar sus cenizas desde el palco sin mucha ceremonia pero, eso sí, con muy sentidas palabras: «Descansa, dulce príncipe»

 

El mutante, Montalbán y el ateneo Cabeleira.

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El partido orillaba desequilibrado hacia el descanso cuando Leo Messi decidió parar el tiempo y meter un gol con la mano, aunque en la tele pueda parecer otra cosa. En realidad, no es la primera vez que lo hace, ya está casi demostrado, y sospecho que tampoco será la última por la galopante adicción que sufre el equipo a sus milagros. Se sabe poco sobre el cómo pues, a primera vista, nadie intuye el gol por ninguna parte hasta que ya ha subido al marcador, y algunos analistas sospechan que pueda tratarse de una especie de mutante. Incluso hay una corriente que, asegura, pudo Leo llegar a la tierra a bordo de una extraña cápsula, hace muchos años, y que en Barcelona lo enseñaron a sacar provecho de sus súperpoderes, oculto en un viejo granero de la Masía, pero no está demostrado. Sobre el porqué, no hay respuestas. Solo podemos aventurar que, al menos en su reacción fulminante de ayer, pudo influir la visión vergonzante de tener que marcharse hacia el vestuario perdiendo contra el Espanyol, al que terminó de ajusticiar en la segunda parte con la siempre estimable colaboración de un par de viejos compinches, ahora perseguidos en varios estados por falta de tinte y tatuajes: Andrés Iniesta y ‘Pedrín’.

Contaba Vázquez Montalbán, en uno de sus artículos para El País, cómo él descubrió el barcelonismo a través de un pequeño cartel expuesto en una panadería frente a su casa, de pequeño, y en el que aparecía un dibujo del legendario Samitier regateando a un rival desconocido pero ataviado con los colores del Español de Barcelona, cuando todavía albergaba una sola paradoja en su nombre. Y esto último lo digo yo en tono distendido, por supuesto, no el creador del culé más perfecto que hayamos conocido jamás: el detective Pepe Carvalho. En su honor, en el de Pepe y Don Manuel, yo suelo quemar un periódico en la lareira cada Domingo, (los libros están carísimos y tampoco es cuestión de plagiar, como comprenderán), y el resto de la semana recaliento la comida como cena. También relata que en el Raval no se podía cantar La Internacional, ni Els segadors, «pero sí cantábamos, en riguroso charnego: si a tu ventana llega una paloma, trátala con cariño que es del Barcelona. Si a tu ventana llega un musol, fótali cop d’estaca, que es del Espa-nyol».

Por alguna razón que no acabo de comprender, el culé enfurecido malgasta hoy su ira en los asuntos del Real Madrid y la capital, desatendiendo la casa propia y lo que es más importante: la del vecino. Como en cualquier ámbito de la vida, y si realmente hay un archienemigo a batir, cosa que dudo, debería ser este el semejante más próximo y no una señorita cualquiera de Madrid o de Albuquerque, por mucho que haya decidido tatuarse el muslo irredento de Cristiano Ronaldo en el pecho; insisto en que ni es provocación ni nos incumbe. Uno espera, y lo digo de corazón, que de los campos de fútbol se aparte el insulto institucionalizado, así como otras conductas violentas que no llevan a nada bueno: no me parece un mal principio para corregir algunas taras pendientes de la sociedad. Pero si algún día tiene Antiviolencia que llamar al orden, o cerrar una parte del Estadi por insultos a terceros, espero que podamos alegar como atenuante que nos movieron los marcos, al menos, o que nos rociaron las flores con orín pero nunca que nos dan miedo nuestros propios fantasmas, como a esos diecisiete barítonos acomplejados recién expulsados del Bernabeu.

Hablando de fantasmas, dijo Luis Enrique que si se empieza a expulsar de los estadios a todo el que insulte, se quedarán solos. Una vez más, la capacidad del asturiano para entender la realidad que le rodea queda en entredicho pues, como entrenador de la Roma, pudo pasear su imagen casual por toda Italia y comprobar, no hace tanto y de primera mano, la triste realidad de la gran mayoría de sus estadios: mucho cemento en los laterales y unos cuantos miles de fanáticos violentos en los fondos. Si es el tipo de compañía que reclama Luis Enrique, también en eso está muy lejos de los preceptos del cruyffismo y aquellos tiempos en los que ganábamos, sonreíamos con tanto cinismo que resultábamos incluso atractivos, y encima nos mofábamos de rival con ingenio, demostrando que se puede meter el dedo en el ojo sin necesidad de incluir a las madres en esto. Aquel «vete al teatro, Mourinho vete al teatro» debería ser la línea a imitar en las futuras gradas de animación, incluso este otro que tanto gusta a mi amigo Luis Espuny, el malvado supervillano conocido como Miguelito: «¡Vete al puto ateneo, Cabeleira, vete al puto ateneo!». No negaré que sería mi gran sueño, sin duda: champán en el Estadi y un enorme cartel en castellano que rezara: ‘Silencio, se juega’.

 

Fotografía publicada en espn.uol.com.br