A mi tío me lo encontré una madrugada, yo regresando de tomar unas copas y él montando la terraza del bar familiar, con la espalda apoyada en la oscura piedra de la fachada y el gesto de evidente de dolor. Les mentiría si dijese que sentí compasión o cierta lástima y por eso me acerqué a preguntar, no, pero me acerqué. Y le pregunté qué le sucedía, con esa mala cara y palabras secas con que se preguntan las cosas entre quiénes se guardan rencores. Apenas unos días después, a mi tío le diagnosticaron un cáncer de pulmón, de esa variedad tan engañosa que lo llaman de células pequeñas, al que uno imagina casi inofensivo, infantil, y luego resulta que se trata del peor hijo de puta que se te puede colar en casa.
Unos meses después, con mi tío convertido ya en un enfermo oficial de cáncer, con su carnet de socio del club de la quimioterapia, su cabeza pelada y un continuo ir y venir de visitas, de esas que pretenden animarte pero que uno sospecha, él así me lo decía, solo vienen a verte por última vez, nos enteramos de la enfermedad de Tito Vilanova por la televisión, por entonces segundo entrenador del Barça y ayudante primero de Pep Guardiola, el hombre que había llegado de la Tercera División para cambiar el panorama futbolístico mundial. Cuándo mi tío decidió que ya no luchaba más, que se había cansado de sentirse una carga para los demás y se dejó llevar, hacía apenas unos meses que Tito era el primer entrenador del Barça, aparentemente recuperado del mal que le había obligado a replantearse el resto de su vida, la que fuese que le quedase, pues esta es una de las señas de identidad más claras de la enfermedad; te pone el minutero en función de segundero.
A Paco, a mi tío, el cáncer lo convirtió a mis ojos en una buena persona, algo que en más de veinte años de convivencia forzada y forzosa apenas sospeché un par de veces; una cuándo su hijo pequeño enfermó y parecía que se nos moría , y otra cuándo yo me marché a Andorra, casi exiliado, y él no quiso despedirse porque era incapaz de dejar de llorar. Antes de caer enfermo, se había empeñado definitivamente en destrozar su vida, al menos la de las fotos y el libro de familia, no tanto la social, y a punto estuvo de arruinarnos a todos pues encontraba una media naranja en cada brasileña que frecuentaba, y a todas les pagabas deudas, caprichos, viajes a visitar a la familia e incluso algún que otro negocio, como una peluquería de señoras en Sao Paulo que algún día tengo pensado visitar, a fin de cuentas, los Cabeleira somos los principales accionistas.
La muerte de Tito me ha recordado la de él, entre otras cosas, porque poner el Barça en orden siempre fue nuestra disculpa para charlar un rato, a nuestra manera, incapaces nunca de ponernos de acuerdo en nada salvo en lo de fichar a Karabatic para el equipo de balonmano, claro. ¡Jo! Si lo ve ayer… Sobre Tito también discrepábamos, pues él era un defensor tenaz de Vilanova mientras que yo he acumulado cierta fama de crítico con el de Bellcaire no solo en twitter, también en mi casa. Intuyo que no es necesario explicar que los haters también somos personas y su muerte nos hiela la sangre como a todos, porque era joven y porque era «un dels nostres», como sentenciaba impecable Jaume Torres. Ya se encargará mi tío Paco de aclararle a Tito el entuerto de mis opiniones anteriores, si es que se lo encuentra allá por donde para la parca. Ojalá me disculpe con aquello mismo que me dijo una vez, la primera y última en que intentó confesarme lo mucho que me quería: «Eres muy palanquín y muy rabudo, pero eres bueno… Ya eras de pequeño». Seguro que Luis Enrique os envidia el andamio, titos.
«Éramos muy jóvenes. Nos queríamos comer el mundo y nos lo comimos. Solo puedo decir que la tristeza que siento me acompañará toda la vida; para siempre».
Pep Guardiola
Fotografía publicada en http://www.golpedirecto.com